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El Músico Interior

Por Jorge Hernán Arango, Director Ejecutivo de Corporación Ensamble Vocal de Medellín La música, como expresión de lo inefable, es más que un arte. Es una experiencia ontológica, una revelación de lo que somos en nuestra esencia más profunda. Es un lenguaje que trasciende las palabras y nos conecta con dimensiones de la existencia que a menudo permanecen ocultas. Pero, ¿qué ocurre cuando el músico, en el ejercicio de su práctica cotidiana, pierde el gozo esencial que lo llevó a su vocación? ¿Qué pasa cuando la música, lejos de ser un refugio de plenitud, se convierte en una carga, en un medio para objetivos externos que no satisfacen nuestra necesidad interior? Estas preguntas, de carácter casi existencial, me han llevado a reflexionar sobre una problemática que considero fundamental para cualquier artista: la desconexión con lo que aquí llamaremos el músico interior. Este concepto, más que una idea, es una invitación a mirar hacia adentro, a explorar ese espacio íntimo donde reside la verdadera razón por la que hacemos música. El despertar del músico interior: un encuentro con lo sagrado El músico interior no nace de la técnica ni del conocimiento teórico. Es un ser intrínseco a nuestra naturaleza, un aspecto de nosotros mismos que encuentra en la música su forma más pura de expresión. Este músico interior despierta en un momento único de nuestras vidas, un instante que podríamos llamar epifánico: aquella primera vez que la música nos conmueve de manera tan profunda que sentimos que algo en nosotros cambia para siempre. Quizá fue al escuchar una melodía que parecía hablarnos directamente al alma, al ver a un músico interpretar con una autenticidad que nos dejó sin aliento, o al tomar un instrumento por primera vez y sentir que teníamos en las manos la llave a un mundo nuevo. Ese instante, que muchos músicos recuerdan con una claridad casi mística, es el nacimiento del deseo. No un deseo cualquiera, sino un deseo esencial, un impulso profundo de hacer música, de ser música. Este despertar está cargado de pureza y de asombro. En ese momento, no pensamos en el reconocimiento, en los aplausos ni en las recompensas materiales. Solo queremos experimentar una y otra vez esa conexión con lo trascendente que la música nos ofrece. Este es el origen del músico interior: un ser que vive en nosotros y que encuentra en el sonido una forma de ser y de estar en el mundo. El camino hacia la desconexión: el peso de lo externo Sin embargo, a medida que avanzamos en nuestra formación musical, ese deseo puro comienza, muchas veces, a diluirse. Lo que inicialmente era una búsqueda de conexión se transforma, de manera casi imperceptible, en una carrera por alcanzar metas externas: la aprobación de un maestro, el aplauso del público, el prestigio profesional. La música, que en un principio era un fin en sí misma, se convierte en un medio para obtener validación externa. Este cambio no ocurre de manera consciente. Es el resultado de un sistema que, en su afán por formar músicos técnicamente competentes, olvida cultivar músicos emocional y espiritualmente conectados consigo mismos. Desde los primeros pasos en nuestra educación musical, se nos enseña, de manera directa o subliminal, que el éxito se mide en términos de logros externos: premios, reconocimientos, posiciones destacadas. Así, sin darnos cuenta, desplazamos el foco de nuestra práctica musical hacia el exterior. La música deja de ser un espacio de exploración y gozo para convertirse en una herramienta que utilizamos en busca de aprobación. Este cambio, aunque aparentemente pequeño, tiene consecuencias profundas: nos aleja de nuestro músico interior y, con ello, del disfrute genuino del acto musical. El éxito: entre el logro externo y la realización interna El éxito, tal como lo concebimos en el ámbito musical, es un concepto complejo y, a menudo, problemático. Por un lado, es legítimo y natural desear ser reconocidos por nuestro trabajo; todos necesitamos sentirnos valorados. Pero cuando el éxito externo se convierte en el motor principal de nuestra práctica, perdemos de vista aquello que nos llevó a la música en primer lugar. El éxito entendido como validación externa es, en esencia, un objetivo inalcanzable. Siempre habrá un nuevo estándar, una meta más alta, una exigencia mayor. Esta búsqueda interminable puede llevarnos a una vida de constante insatisfacción, donde cada logro, en lugar de traer paz, solo alimenta la necesidad de alcanzar algo más. Pero lo más preocupante de esta dinámica es que nos desconecta de lo que realmente nos llena: la experiencia pura de hacer música. En nuestra carrera por alcanzar el éxito, relegamos a un segundo plano el gozo de la creación, la conexión con el sonido, la magia de estar presentes en el momento musical. La pregunta esencial: ¿para qué hacemos música? Cuando el disfrute se pierde, es inevitable que surjan preguntas. Y entre todas, hay una que considero fundamental: ¿Para qué hacemos música? Esta pregunta, aunque aparentemente sencilla, tiene el poder de abrir un espacio de introspección profunda. Al plantearla, las respuestas iniciales suelen ser automáticas: “Porque amo la música”, “para expresarme”, “para transmitir emociones”. Sin embargo, si profundizamos, comienzan a emerger motivaciones menos conscientes, pero igualmente poderosas: “Para que me admiren”, “para demostrar que soy capaz”, “para obtener seguridad”. Estas respuestas, lejos de ser un motivo de juicio, son una oportunidad para entendernos mejor. Nos muestran cómo, en algún punto del camino, hemos permitido que la música deje de ser un fin en sí misma para convertirse en un medio de validación. El regreso al origen: una reconciliación necesaria ¿Es posible regresar a ese estado de conexión original? ¿Podemos reencontrarnos con nuestro músico interior después de años –o incluso décadas– de desconexión? La respuesta, aunque no sencilla, es afirmativa. Pero este regreso requiere un acto de valentía: la disposición a mirar hacia adentro, a cuestionar nuestras prioridades y a enfrentarnos con nuestra vulnerabilidad. El reencuentro con el músico interior no implica renunciar al éxito externo, sino redefinir nuestra relación con él. Cuando el éxito es una consecuencia natural de nuestra

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